martes, 23 de septiembre de 2008

Zambullirse en las risas del desierto

Las comidas copiosas, un chapuzón en la piscina, tres duchas al día y una noche en la verbena. Estos son los cuatro grandes placeres que Jadidja descubrió en sus tres años veraneando en Sanxenxo; cuatro imposibles en su wilaya, El Aaiun. Esta niña saharaui de doce años vive su paso de la infancia a la adolescencia resguardándose en una jaima de los casi 50 grados que alcanzan los termómetros en el desierto, comiendo alimentos dosificados, con limitaciones en el consumo de agua y con escasas actividades que le separen de su casa y su familia.
Dos vidas totalmente contrapuestas que transcurren en escenarios imposibles de reconciliar pero que Jadidja experimentó con tan sólo 24 horas de diferencia. ¿Es una mejor que la otra? ¿En donde es más feliz? La expedición de Agareso en el Sáhara se marcó el reto de desvelar estas dos incógnitas y regresa a Galicia sin una respuesta. La sonrisa que no se separa de su boca es igual en el Sáhara y en Sanxenxo, Jadidja disfruta igualmente de un almuerzo a base de churrasco y patatas fritas que de uno de arroz y legumbres y deja escapar sus gritos de felicidad en dosis iguales buceando en una playa pontevedresa y jugando con sus hermanos a ver quien lanza la piedra más lejos con un tirachinas de fabricación saharaui.

Gracias al programa Vacaciones en Paz Jadidja ha descubierto que hay niños que pueden pasar el verano nadando en la piscina, de fiesta en fiesta y tomando su bebida favorita, la Coca-Cola, a todas horas. Gracias al mismo proyecto, ha podido apreciar lo importante que es tener una familia que te apoya, vivir a dos metros de esos amigos con los que lo tienes todo en común y tener tiempo para disfrutar de una sobremesa cargada de bromas y juegos con tus primos y hermanos.

Esta niña que, cada año, se pasa sus primeras semanas de regreso en el Sáhara contando a su familia lo maravilloso que es el hogar pontevedrés de Laura, Serafín y Lorena y añorando el momento de volver a zambullirse en litros de agua salada también sabe valorar el esfuerzo que hace su madre por organizar la ayuda humanitaria para que pueda tener un plato de comida en la mesa durante toda la semana y reconoce que no cambiaría por nada del mundo poder compartir un anochecer abrazada a su padre, un hombre al que la ceguera y la salud delicada impide convivir con los suyos buena parte del año.

Jadidja ha sido agraciada con una suerte que desearían millones de personas en todo el mundo: tiene dos hogares, uno rodeado de un desierto árido y otro entre los frondosos árboles de una aldea de Vilalonga, y sabe apreciarlos. Porque los niños que crecen en uno de los lugares más inhóspitos del planeta maduran mucho antes y, a sus doce años, esta pequeña ya tiene la suficiente perspectiva como para valorar las virtudes de dos vidas que no puede compatibilizar y que se conforma con conocer en todo su esplendor.

Mientras disfruta de una improvisada fiesta en el interior de su casa, en la que un amigo hace una demostración de break-dance, su tío se disfraza y sus hermanas gastan bromas a un forastero, Jadidja se abstrae pensando en lo divertidas que eran las tardes en las que Lorena le alisaba el pelo mientras ella se maquillaba y elegía la ropa que mejor le combinaba para salir a cenar una hamburguesa, pero enseguida vuelve a la realidad y se convierte en una de las protagonistas de la reunión con una sonrisa que no le cabe en la cara.

La mañanas de verano las pasa charlando con las mujeres de la casa y las de invierno formándose en una escuela que le queda a media hora de paseo de su hogar. Las tardes estivales transcurren descansando dentro de su jaima y, cuando se pone el sol, jugando a saltar desde el tejado de una casa derruida, explotar globos o escuchar música el móvil, mientras las de invierno están más marcadas por largos paseos por su campamento y horas sentadas delante de un televisor alimentado con la energía recogida por un panel solar. Por la noche, la historia de repite en todas las épocas del año: cena ligera y largas parrafadas con una familia con la que comparte sueños bajo un cielo estrellado o boca arriba sobre una mullida alfombra.

La familia de Jadidja es una de tantas otras en un campamento de refugiados saharauis. Apenas tiene ingresos y sobrevive a base de la solidaridad de organizaciones internaciones y de los víveres que le proporciona el Gobierno, pero , como todas las demás, disfruta del día a día sumergida en un mar de risas y tranquilidad, ajena a la envidia y los malos pensamientos. Esta niña no se cansa de decir cuánto le gustaría vivir una temporada larga en España y poder disfrutar de las comodidades de un país desarrollado, pero no se imagina cómo sería su vida si no pudiese regresar nunca a un país relegado a un campamento en el desierto, pero conocido en todo el mundo por la hospitalidad de sus gentes.

Como todas las adolescentes, está llena de sentimientos contradictorios, pero si algo tiene claro es que la posibilidad de pasar dos meses del año en España es una oportunidad de mejorar su formación, cuidar su salud, adquirir recursos y tecnología inasequible en el desierto y, por qué no, llevar a su casa una ayuda que le permitirá levantar la casa que se llevaron por delante las inundaciones del año 2006 y que le hace ver que esa lluvia que tanto odiaba en Galicia porque le estropeaba su tarde de playa es todavía más temible en su Sáhara natal, en donde puede acabar con el techo del que se resguarda de los contrastes meteorológicos que hacen del árido desierto el lugar más inhóspito del planeta para vivir.
(Jadidja juega al atardecer entre los escombros de las casas de adobe que en el 2006 fueron destruidas por las lluvias. Fotografía: Pelu Vidal)

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