jueves, 18 de septiembre de 2008

Un biorritmo que rezuma tranquilidad

Las agujas del reloj giran más despacio en el Sáhara. La paz y la tranquilidad que emanan del rostro de sus gentes transmiten una serenidad olvidada desde hace tanto tiempo a causa de una rutina diaria cargada de estrés que adquiere incluso más intensidad. El cambio de biorritmo de la vida cotidiana ayuda a pensar, a superar la apatía vital y a valorar en su justa medida la importancia de cada uno de los apartados que componen tu realidad. Familia, amigos, trabajo y posesiones materiales adquieren un nuevo significado cuando vives bajo la mirada constante de un sol que no perdona y recibes todo a cambio de nada de personas que dependen de la ayuda humanitaria para cuidar de los tuyos. Los refugiados saharauis tienen más tiempo para pensar, ponen sobre la balanza los pros y los contras de cada nuevo acontecimiento, analizan minuciosamente todo lo que pasa a su alrededor. Esta concentración que únicamente es posible cuando no gastas ni un minuto en pensar en cosas que no valen la pena es la que hace que sus valores sean más profundos, que sean consecuentes con cada uno de ellos y que lleven hasta el final sus anhelos y sus sentimientos. Los habitantes de las wilayas construidas en un mar de arena saben que no son nada sin su familia y no tienen miedo en demostrarlo. Expresan cada pensamiento, cada sensación y no dudan en dar un tierno beso o un cálido abrazo a su padre, su hermano o su amigo cada vez que recuerdan cuánto les quieren y todo lo que suponen en su vida.

Su rutina está marcada por una climatología que no perdona y que les obliga a organizar su día a día con un ritmo diferente. Las casas cobran vida muy temprano, cuando el sol todavía no se ha puesto en medio del cielo, a una hora que les permite disfrutar de un amanecer cargado de contrastes y aprovechar los únicos momentos frescos del día para realizar unas tareas repetitivas, pero nunca aburridas. Aquellos que trabajan fuera de casa se pierden entre las taimas y la aridez del desierto mientras todavía pueden caminar al aire libre y los que se quedan en casa apuran las primeras horas de claridad para dar de comer a las cabras, sacar agua de los pozos o recoger las mantas ordenadamente colocadas sobre la arena la noche anterior para soñar bajo un manto de estrellas. Los niños ponen rumbo a un colegio que les da libertad para no asistir cuando tienen otras ocupaciones pero al que intentan no faltar para no perder la sabiduría que pueden transmitirles sus maestros y sus compañeros (ellos lo tienes claro, un individuo aprende de cada persona que se cruza en tu camino). Los responsables del reparto de alimentos no pierden el tiempo y hacen llegar a cada familia su ración para que puedan organizar las comidas antes de que el sol tome el mando del nuevo día.

Cuando el astro rey se hace con el dominio de su jornada, el ritmo va descendiendo y, hacia el mediodía, ya son pocas las caras que se ven entre las siluetas de las construcciones de tela o adobe; a medida que avance el día irán siendo menos. El ritual de la preparación del té se repite en todos los hogares y centros de trabajo, en donde todos comparten lo que es de todos, y de ninguno a la vez, pues no están en su tierra, viven en un terreno prestado que no pueden considerar propio porque el suyo está ocupado detrás de un muro. Y después de la comida llega el momento de descansar. El calor impide a los habitantes de la arena salir al laberinto de calles desordenadas y durante las horas centrales del día el silencio y las elevadas climatologías que les rodean los empujan a dormitar, reflexionar y compartir charlas y confidencias con su familia. La individualidad no tiene sentido en un pueblo en el que padres, hijos, primos y abuelos duermen bajo el mismo techo, codo con codo y corazón con corazón, y los valores familiares se vuelven más importantes que cualquier posesión material.

Tan sólo cuando el sol empieza su descenso detrás de un terreno árido (las piedras se apoderan de la arena y el viento se lleva las dunas, dejando un paisaje uniforme e inhóspito) vuelve la vida a las wilayas. Los niños ya descansaron, regresaron al colegio y terminaron de nuevo la formación académica del día, aunque seguirán aprendiendo, siempre hay una nueva reflexión y un nuevo conocimiento que llega a sus oídos haciendo que maduren y tomen conciencia de su vida y su realidad de exiliados a edades que podrían parecer demasiado tempranas. Las calles se llenan de siluetas, de pequeños que juguetean y se entretienen siempre en compañía, de jóvenes que juegan al fútbol o el volleybol descalzos sobre un campo de piedras, de hombres que descansan a la sombra de una jaima y mujeres que les acompañan en el enésimo té del día (su ceremonia es un entretenimiento, no un ritual sin significado, sino una tradición meticulosa que se trasmite de padres a hijos y ayuda a no pensar en que las agujas del reloj se mueven despacio), pero siempre pendientes del cuidado de la casa y los hijos, y de que todos tengan lo que necesitan, de que la fiebre no tumbe a su vecino sobre una alfombra o el de más allá no pase ninguna calamidad.

Es la hora de las relaciones sociales, la hora de hacer las visitas de rigor, la hora de dar un paseo y disfrutar de la tranquilidad que les da sentirse en paz consigo mismos y con los demás. Saben que tienen que aprovechar al máximo el momento del día en el que su exilio de arena se vuelve un lugar más agradecido para vivir. Y lo hacen. Apuran las horas para cultivar sus valores, para compartir todo lo que pasa su mente con los suyos, para dar su cariño a las personas que son importantes en su vida y para todas las actividades y los placeres de los que el sol les privó durante las horas previos. Cuando el cansancio empieza a apoderarse de sus pestañas, disfrutan de una nueva tranquilidad y disfrutan de una noche cálida y serena bajo un manto de estrellas, más tupido cuando la luna va decreciendo y perdiendo su brillo.

Durante el Ramadán estos biorritmos están todavía más marcados. Este año el octavo mes lunar ha caído en septiembre y los adultos, ya sean hombres o mujeres practican la abstinencia total de todo aquello que rompe el ayuno (bien sea comida o bebida, fumar o relaciones sexuales) desde el alba hasta la puesta del sol, incrementan la lectura del Corán y rezan con mayor frecuencia en cada esquina. El ayuno es una escuela de disciplina y doctrina, tanto espirituales como morales, pero pueden ignorarlo las mujeres que están embarazadas o tienen la menstruación y aquellas personas a quienes su salud o integridad física no les permitan un mes de depuración.
Con el Ramadán los saharauis se levantan todavía más temprano para su última comida antes del amanecer y pasan el día ahorrando energía para orar y limpiar su mente durante quince horas, hasta que el sol se vaya de nuevo de sus vidas. Cuando cae la noche, ya reconfortados por el rezo y el alimento, vuelven a permitirse derrochar energía vital y recuperan los momentos compartidos.

El tiempo en el Sáhara pasa a un ritmo diferente y les permite profundizar en sus valores. El reloj da a sus habitantes momentos para pensar, reflexionar y ser felices; y todavía les deja la oportunidad de hacer gala de su bondad y les convierte en un pueblo que desprende un perfume a hospitalidad por todos sus poros, aún cuando la historia ha sido hostil con ellos y muy pocas personas les dan algo a cambio de nada. Dependen de la limosna de un plato de arroz para sobrevivir y no les importa privarse de ellos para hacer su casa más acogedora al que llega de fuera, entregar su serenidad y compartir la profundidad de sus miradas con gentes que surgen detrás del polvo del desierto y nunca podrán agradecer lo suficiente el fuerte abrazo que les arropa y les hace recuperar la perspectiva de las cosas que realmente son importantes y vale la pena cuidar.
(Fotografía: Pelu Vidal)

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