miércoles, 24 de septiembre de 2008

Pequeños gestos que enaltecen el concepto SOLIDARIDAD

A la mayor parte de las sociedades del supuesto primer mundo se le llena la boca al prodigar la solidaridad de la que hacen gala. Ciertamente, muchas de sus acciones suponen una aportación impagable para los menos afortunados, pero la verdadera solidaridad casi siempre permanece en la sombra, relegada al segundo plano de los pequeños gestos de los que sus protagonistas no esperan conseguir nada a cambio, que, por sí solos, apenas dejan huella en el mundo y, sin embargo, van haciendo mella en las personas a las que benefician. Los reporteros de Agareso en el Sáhara han podido presenciar de primera mano las pequeñas aportaciones de un pueblo que no tiene nada y lo entrega todo, gestos que enaltecen un concepto en muchas ocasiones usado a la ligera.
La verdadera solidaridad se ve en la ayuda de dos jóvenes andaluces que aterrizan en Santiago de Compostela para pasar unos días de vacaciones e invierten las dos primeras horas en descargar las maletas de media docena de autobuses fletados con niños saharauis a los que no llegan a ver delante y a quienes nunca conocerán.

Se ve en la inestimable colaboración del delegado del Frente Polisario en la ONU que viaja en un avión con 252 niños y asume el papel de educador que les acompaña al servicio y les sujeta una bolsa para que vomiten, manteniéndese siempre en el anonimato.

Se ve en una niña de siete años que se lleva una bolsa de pipas de España para disfrutar en medio del desierto y la comparte con dos periodistas a las que cree hambrientas.
Se ve en Mohamedahmed, un niño de diez años que te atrapa en su sonrisa inocente y sincera cuando, apenas dos horas después de conocerte, tras varios minutos con la mirada perdida en el horizonte, te eriza la piel al proponerte: “¿Por qué no te vienes a dormir a mi jaima. Yo te doy todo lo que necesitas?”, al acariciarte la mano porque piensa que tienes miedo a volar o al entregarte el único pañuelo que le queda porque cree que así no te dolerán los oídos.

Se ve en una madre de familia, con hijos, sobrinos y hermanos a su cargo que invierte el dinero que le envían a su hija desde España para comprar en una tienda de un campamento saharaui un traje tradicional para dos españoles a los que ve preocupados por no poder hacer frente a la climatología de un día normal, incluso frío, en su hogar.

Se ve en un ex combatiente del Frente Polisario que pone todo su tiempo y sus conocimientos al servicio de un grupo de reporteros a los que acaba de conocer y que nunca podrán agradecerle la amplia visión de su pueblo que les aporta.

Se ve en los 17 miembros de la directiva y los setenta delegados de zona de Solidaridade Galega co Pobo Saharaui que invierten todo su tiempo y buena parte de sus ingresos en hacer realidad el programa Vacaciones en Paz para dar una oportunidad a muchos niños y familias saharauis de mejorar sus condiciones de vida y enseñar al mundo todo lo que puede entregar un pueblo que acumula una historia de decepciones y abandonos.

Se ve en ayuntamientos como el de Sanxenxo, que cada año organiza proyectos y actividades para intentar convertir su municipio en el verdadero hogar de varias decenas de niños que llegan desde más allá del horizonte y se van dejando atrás un reguero de verdaderas lecciones morales y un rastro de valores.

(Los niños Protagonistas indiscutibles del programa Vacaciones en Paz. Fotografía: Pelu Vidal)

martes, 23 de septiembre de 2008

Zambullirse en las risas del desierto

Las comidas copiosas, un chapuzón en la piscina, tres duchas al día y una noche en la verbena. Estos son los cuatro grandes placeres que Jadidja descubrió en sus tres años veraneando en Sanxenxo; cuatro imposibles en su wilaya, El Aaiun. Esta niña saharaui de doce años vive su paso de la infancia a la adolescencia resguardándose en una jaima de los casi 50 grados que alcanzan los termómetros en el desierto, comiendo alimentos dosificados, con limitaciones en el consumo de agua y con escasas actividades que le separen de su casa y su familia.
Dos vidas totalmente contrapuestas que transcurren en escenarios imposibles de reconciliar pero que Jadidja experimentó con tan sólo 24 horas de diferencia. ¿Es una mejor que la otra? ¿En donde es más feliz? La expedición de Agareso en el Sáhara se marcó el reto de desvelar estas dos incógnitas y regresa a Galicia sin una respuesta. La sonrisa que no se separa de su boca es igual en el Sáhara y en Sanxenxo, Jadidja disfruta igualmente de un almuerzo a base de churrasco y patatas fritas que de uno de arroz y legumbres y deja escapar sus gritos de felicidad en dosis iguales buceando en una playa pontevedresa y jugando con sus hermanos a ver quien lanza la piedra más lejos con un tirachinas de fabricación saharaui.

Gracias al programa Vacaciones en Paz Jadidja ha descubierto que hay niños que pueden pasar el verano nadando en la piscina, de fiesta en fiesta y tomando su bebida favorita, la Coca-Cola, a todas horas. Gracias al mismo proyecto, ha podido apreciar lo importante que es tener una familia que te apoya, vivir a dos metros de esos amigos con los que lo tienes todo en común y tener tiempo para disfrutar de una sobremesa cargada de bromas y juegos con tus primos y hermanos.

Esta niña que, cada año, se pasa sus primeras semanas de regreso en el Sáhara contando a su familia lo maravilloso que es el hogar pontevedrés de Laura, Serafín y Lorena y añorando el momento de volver a zambullirse en litros de agua salada también sabe valorar el esfuerzo que hace su madre por organizar la ayuda humanitaria para que pueda tener un plato de comida en la mesa durante toda la semana y reconoce que no cambiaría por nada del mundo poder compartir un anochecer abrazada a su padre, un hombre al que la ceguera y la salud delicada impide convivir con los suyos buena parte del año.

Jadidja ha sido agraciada con una suerte que desearían millones de personas en todo el mundo: tiene dos hogares, uno rodeado de un desierto árido y otro entre los frondosos árboles de una aldea de Vilalonga, y sabe apreciarlos. Porque los niños que crecen en uno de los lugares más inhóspitos del planeta maduran mucho antes y, a sus doce años, esta pequeña ya tiene la suficiente perspectiva como para valorar las virtudes de dos vidas que no puede compatibilizar y que se conforma con conocer en todo su esplendor.

Mientras disfruta de una improvisada fiesta en el interior de su casa, en la que un amigo hace una demostración de break-dance, su tío se disfraza y sus hermanas gastan bromas a un forastero, Jadidja se abstrae pensando en lo divertidas que eran las tardes en las que Lorena le alisaba el pelo mientras ella se maquillaba y elegía la ropa que mejor le combinaba para salir a cenar una hamburguesa, pero enseguida vuelve a la realidad y se convierte en una de las protagonistas de la reunión con una sonrisa que no le cabe en la cara.

La mañanas de verano las pasa charlando con las mujeres de la casa y las de invierno formándose en una escuela que le queda a media hora de paseo de su hogar. Las tardes estivales transcurren descansando dentro de su jaima y, cuando se pone el sol, jugando a saltar desde el tejado de una casa derruida, explotar globos o escuchar música el móvil, mientras las de invierno están más marcadas por largos paseos por su campamento y horas sentadas delante de un televisor alimentado con la energía recogida por un panel solar. Por la noche, la historia de repite en todas las épocas del año: cena ligera y largas parrafadas con una familia con la que comparte sueños bajo un cielo estrellado o boca arriba sobre una mullida alfombra.

La familia de Jadidja es una de tantas otras en un campamento de refugiados saharauis. Apenas tiene ingresos y sobrevive a base de la solidaridad de organizaciones internaciones y de los víveres que le proporciona el Gobierno, pero , como todas las demás, disfruta del día a día sumergida en un mar de risas y tranquilidad, ajena a la envidia y los malos pensamientos. Esta niña no se cansa de decir cuánto le gustaría vivir una temporada larga en España y poder disfrutar de las comodidades de un país desarrollado, pero no se imagina cómo sería su vida si no pudiese regresar nunca a un país relegado a un campamento en el desierto, pero conocido en todo el mundo por la hospitalidad de sus gentes.

Como todas las adolescentes, está llena de sentimientos contradictorios, pero si algo tiene claro es que la posibilidad de pasar dos meses del año en España es una oportunidad de mejorar su formación, cuidar su salud, adquirir recursos y tecnología inasequible en el desierto y, por qué no, llevar a su casa una ayuda que le permitirá levantar la casa que se llevaron por delante las inundaciones del año 2006 y que le hace ver que esa lluvia que tanto odiaba en Galicia porque le estropeaba su tarde de playa es todavía más temible en su Sáhara natal, en donde puede acabar con el techo del que se resguarda de los contrastes meteorológicos que hacen del árido desierto el lugar más inhóspito del planeta para vivir.
(Jadidja juega al atardecer entre los escombros de las casas de adobe que en el 2006 fueron destruidas por las lluvias. Fotografía: Pelu Vidal)

Cuando la cultura es el camino de la resistencia

Allí donde no nace el agua y las flores sólo aparecen en los libros, hay quien se esfuerza por cultivar cultura. Y en ese afán son las mujeres de mediana edad las que llevan la voz cantante, no sólo porque han sido ellas las que han levantado buena parte de las bibliotecas que pueblan cada uno de los campamentos, sino porque son también las que acuden, de forma mayoritaria, a sumergirse en las páginas de estas salas que de mañana se ceden a las escuelas y, por las tardes, permanecen abiertas al público.

Nuestro amigo Salama ha crecido rodeado por ese amor por la cultura. Empezando por su madre, Faloka, licenciada en Ciencias de la Información y responsable de la Casa de la Mujer de El Aaiún. Un centro que no sólo acoge una sala de lectura sino que también edita un magazine con espacio para la cultura tradicional, en especial, para la poesía. Un campo en el que está especialmente interesada una de las primas de Salama, Hori, arqueóloga y actual titular del departamento de Cultura del campamento. Desde aquí, Libertad (significado de Hori) centra sus esfuerzos en recuperar la cultura tradicional que sigue viva, sobre todo, en la memoria colectiva, si bien existen ya unos centros encargados de guardar en papel toda esa tradición oral que “Marruecos se empeña en hacer desaparecer”. Al menos así lo entiende la única poetisa publicada del pueblo saharaui, Nanna Labat Rachi, que ha sacado a la venta ya 3 libros, traducidos al francés, cuya temática gira en torno a la patria ocupada.

Confiesa que uno de sus sueños es montar una editorial en los campamentos porque, hasta ahora, todas las revistas que editan los refugiados deben imprimirse en Argel. Ese proyecto le permitiría además seguir publicando en casa sus propios obras. Nanna afirma que “la cultura es el camino de la resistencia”, por eso ha empeñado su vida en alfabetizar y fomentar la lectura. Dirige toda la red de centros de mujeres en los territorios liberados donde además de impartir clases de inglés o de francés, también se preocupan por la problemática femenina. El aumento de los divorcios (a menudo las esposas se quejan del sometimiento al varón) y el consecuente incremento de mujeres solas con hijos preocupan en esta asociación. Y es que las divorciadas prefieren, cada vez con mayor frecuencia, prescindir de una nueva pareja que pudiera, en un futuro, maltratar a esos hijos que no son suyos antes que buscar la protección y la ayuda de un hombre, afrontando solas las necesidades de su familia.

En esa búsqueda de autonomía, la explotación de los recursos propios pasa por la venta de artesanía (alfombras de lana, carteras y bolsos de piel de cabra o camello, teteras decoradas, pulseras de cuerno de cabra…) a los visitantes y también a través de internet. En el Sáhara, la conexión a la red significa abrir una ventana al mundo y arrinconar, por un momento, el olvido del que tanto hablan los saharauis. Ese abandono que les ha obligado a resistir durante 33 años en pleno desierto sin dejarse llevar por la resignación.


Hori, la arqueóloga, es un buen ejemplo de ello y hace, además, honor a su nombre por su personalidad arrebatadora y su carácter abierto, divertido y alejado de cualquier encorsetamiento. Dirige un grupo de música y danza saharaui integrado por 5 mujeres. Ella misma no tiene reparo alguno en mostrar sus conocimientos del baile tradicional, cargado de misterio y sensualidad. Aunque su marido está en España, no asoma en ella gesto alguno de victimismo o lástima. Muy al contrario, trabaja para construir.

Su hermana Mariam, de 22 años, se marchará en octubre a Argel para afrontar el último curso de Periodismo. Por ahora no piensa en matrimonio pero se muerde el labio cuando alguien menciona España. Explica que no pueden viajar con libertad, que el visado “cuesta mucho dinero” y que vivir lejos de la familia es algo que pocos se plantean. Cuando sea licenciada, volverá a vivir todo el año en El Aaiún, junto a su madre y sus hermanas, y su vocación comunicadora deberá encontrar otra salida. Sabe que será más que complicado aplicar mañana los conocimientos de estos años de estudiante. Como ella, son cientos los licenciados que, una vez terminada la carrera, vuelven a casa para seguir esperando en medio de la nada.


lunes, 22 de septiembre de 2008

Educación, integración y autonomía para los discapacitados saharauis

“El inicio es difícil, pero la historia me demostró que todo es posible”. Si alguien conoce al cien por cien el significado de esta expresión es Buyema Abdelfatah, un pastor de cabras sin estudios ni preparación específica que, con su valentía y fuerza de voluntad, ha logrado un hito en la historia de todos los campos de refugiados a nivel internacional: la creación del primer centro para la educación y la integración de personas disminuidas que se pone en marcha en estas circunstancias.

Levantó de la nada un colegio al que en la actualidad acuden 68 alumnos de entre seis y 28 años y durante más de una década ha tenido que soportar que sus vecinos le tildasen de loco y se riesen de sus descabellazas ideas. Pero Castro, como le conocen en todos los campamentos de saharuis en Argelia por el parecido que tenía con el líder cubano durante su etapa en el ejército, nunca perdió de vista su objetivo y ahora puede sentirse orgulloso de haber logrado que sufrir una discapacidad no sea motivo de marginación en una sociedad que se ve obligada a priorizar la productividad frente a las personas por el entorno inhóspito al que ha sido relegada.

Hasta que Castro se cruzó en la historia del pueblo saharaui, se contaban por decenas los niños discapacitados desaparecidos en el desierto sin que nadie acudiese en su búsqueda, los muertos en incendios porque estaban atados a una silla cuando se iniciaban las llamas y los abandonados por sus familias porque no eran más que una carga social. Este revolucionario, el padre de la educación especial en la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), ha dado una oportunidad a los pequeños que nacen con alguna deficiencia y, desde el centro de educación especial que puso en marcha en el año 1995 en el campamento de refugiados de Smara, lucha por conseguir los tres objetivos de su proyecto: educación, integración y no marginación y autonomía para todos los exiliados en el inhóspito desierto.

Antes de su llegada, los discapacitados no estaban marginados solo por la sociedad, sino, lo que resulta más duro, por sus propias madres, pero ha conseguido que esto niños se conviertan en personas productivas y útiles para la sociedad que en la actualidad asumen trabajos como el reparto del agua por las wilallas.

“Lo que me costó que la gente piense que el niño deficiente no se puede marginar”, recuerda con nostalgia cuando hecha la vista atrás trece años y le viene a la mente todo el trabajo de concienciación que realizó en la periferia de Smara y con las ocho familias que eligió para poner en marcha el primer curso educativo de su centro. Únicamente logró autorización para llevar a dos niños al cubículo con una única sala que le prestaron en medio del campamento. ¡Y ahora son las propias familias las que le piden que eduque a sus pequeños y que haya un pequeño centro de educación e integración en cada uno de los cinco campamentos de refugiados saharauis!

El proyecto de Castro es una iniciativa personal para la que consiguió un acuerdo político del Estado, pero no financiación, de ahí que los grandes logros de Castro no serían posibles sin un gran tesón, mucho trabajo y una personalidad fuerte que nunca le permite que el ánimo decaiga. Esta gran capacidad de sacar lo mejor de cada persona se detecta ya en cuanto bajas del cuatro por cuatro y encuentras a dos metros con un hombre de mirada brillante que enseña todos los dientes y levanta el cartel: “La persona que no sabe sonreír, no sabe ser feliz. No pierdas nunca la sonrisa”, con la bandera de la RASD ondeando al fondo y el cartel “ocuparse del deficiente mental es un gesto humano" pintado sobre el adobe. Esta bienvenida al centro que dirige, y en el que ejerce como médico y educador, resume a la perfección el carácter de un soldado indomable que reconoce “no tener pelos en la lengua” cuando reclama un pago justo por las artesanías de sus alumnos y una aportación para comprar ochenta servicios de mesa para el comedor del colegio. En un recorrido por el pequeño oasis que ha logrado levantar en medio del desierto muestra satisfecho las distintas fases por las que pasó un centro que levantó en una sociedad en la que hasta hace poco, tener una discapacidad psíquica o física era poco menos que una maldición de Alá.

A base de esfuerzo, imaginación (explica, satisfecho, que “un caramelo es una actividad educativa, permite conocer los colores, desarrollar la psicomotricidad y poner en marcha varios sentidos”) y ayudas con origen de lo más variopinto (Ia biblioteca fue un regalo de boda de una pareja de profesores catalanes que trabajaron en el centro), Castro diseñó un programa en tres fases en el que, en cuatro o cinco años, un deficiente consigue demostrar que no se le puede marginar. La etapa experimental-educativa incide en las actividades cotidianas que una persona tiene que desarrollar para desenvolverse en la vida de forma autónoma, tales como atarse los cordones de los zapatos, aprender a comer o cuidar la higiene personal y la limpieza del centro.

Tras esta fase, los alumnos intentan llevar a la práctica lo aprendido, y tras una evaluación, se integran en el taller para el que pueda tener más cualidades: carpintería, jardinería o pintura. En estas clases realizan trabajos que luego venden y, al final del trimestre, cuando vuelven a casa para pasar diez días de vacaciones, se les entrega el dinero que han recaudado para que puedan ir al mercado y llevar comida a casa, demostrando a sus familias que no son una carga, que son productivos. Con estos gestos, ellos mismos se dan cuenta de que pueden ser autonomos, que no tienen que pedir limosna y pueden ofrecer mucho a un entramado social que ha logrado sobrevivir a un exilio de 33 años en el inhóspito desierto.

La escuela de Castro tiene poco más de 200 metros cuadrados, con un área de recreo que sirve de frontera para acceder a este reducto de la integración en medio del desierto. Un oasis que su fundador entrega desinteradamente al pueblo saharaui, el único en el que pensaba cuando la creó, pues “yo vi que, durante los treinta años que lleva en el desierto, se han hecho muchos logros, en medicina, en cultura, en educación, pero el deficiente estaba olvidado, y ya somos pocos como para tener a un colectivo marginado, por eso quise participar”. Con este anhelo como horizonte, este antiguo beduino (pastor nómada de cabras y camello que se mueve en una haima a lo largo de los kilómetros de arena) que entró en el Frente Polisario con 16 años, en 1974, dedicó todo su tiempo a formarse, a leer páginas y páginas de psicología, pedagogía, medicina... y a aprender idiomas para poner en pie esta experiencia pionera. “Una palabra, un día. Treinta días, treinta palabras”, esta es la forma en qué explica cómo logró expresarse con tanta soltura en español y hablar en palabras técnicas y especializadas.

Para hacer realidad su sueño, formó a las diez jóvenes voluntarias que trabajan con él en atención a personas con discapacidades psíquicas y sensoriales. El equipo visita a las familias de los niños cada tres meses para evaluarías y pone en marcha actividades innovadoras y capaces de asimilar en un centro construido en adobe dotado con recursos muy mediocres, pero que va creciendo a pasos agigantados.

En la actualidad, dispone de cuatro aulas, dos talleres, cocina, comedor, dos baños, dos duchas, un despacho, un dispensario médico y un patio central y el próximo 4 de octubre, cuando empiece el nuevo curso, inaugurará un aula de relajación para tratar patologías como la hiperactividad.Castro ha logrado demostrar que “en el desierto no crecen árboles ni plantas, pero florecen las personas”.
(Fotografía: Pelu Vidal)

sábado, 20 de septiembre de 2008

El muro de la vergüenza

"Vete de ahí. No estás en tú territorio”. A escasos ochenta metros del muro construido por los marroquíes a principios de los 80 para aislar el territorio saharaui tras la felonía española, el conflicto cobra otra dimensión. Embarek Lehsan, conocido como Raúl desde su etapa como estudiante en Cuba, clava la mirada en los soldados que empiezan a despuntar tras la barrera de arena a la altura de la base 25, ante la proximidad de un Toyota procedente de los territorios liberados. Tras la alambrada hay todo un operativo militar preparado para actuar, prueba de que la guerra aún no ha acabado.

A pesar de todo el drama que arrastra el conflicto, Embarek no se deja llevar por la frustración de ver su tierra ocupada y reacciona de forma casi juguetona al ver a los soldados instándole a que se aleje del muro, en la zona conocida como El Cuello, a 90 kilómetros de desierto del campamento de refugiados más cerano. “Estos ya están molestos, vamos a incordiar a otros”, sonríe, y añade: “Así gastan la plata en teléfono”. Al otro lado del muro, las tropas se movilizan ante la aproximación inusual de un vehículo civil.
Aunque a primera vista a penas se ve más que una larguísima duna precedida por una alambrada, en la retaguardia se levanta un conjunto consecutivo de distintos muros.

Cada cuatro o cinco kilómetros está desplegado una compañía militar, generalmente infantería y paracaidistas. Cada 15 kilómetros hay un radar para informar a baterías de artillería próximas y hacia el interior es territorio minado, alambrado con obstáculos como muros de arena o de piedras y zanjas antitanques. El ejército marroquí dispone de radares capaces de detectar, de día o de noche, la presencia de una persona hasta una distancia de unos 30 kilómetros y la de vehículos a 60.
Todo este potencial militar no es suficiente para doblegar la voluntad del pueblo saharaui, que, pancarta en mano, se manifiesta cada 27 de Febrero (conmemorando la proclamación de la República Democrática Saharaui) para recordar al rey marroquí: “Mohamed, capullo, el Sáhara no es tuyo”. Una fortaleza desconocida para sus opresores cuando pensaban que una semana seria suficiente para borrarlos del mapa. “Pero calcularon mal”, comentan a los periodistas que les acompañan, “llevamos 33 años de resistencia”. Precisamente por eso se levanto este “Muro de la Vergüenza”, construido sobre los cadáveres de aquellos que quisieron cruzarlos para recuperar su tierra. Así lo bautizo el cantante Mohamed Embarek en una canción compuesta desde Cuba en los años noventa.

Bendir Hadya, soldado en la reserva, recuerda con nostalgia las batallas en las que el Frente Polisario fue capaz de atravesar las líneas enemigas. Fueron tres incursiones al otro lado del muro que obligaron a los invasores a reforzar la seguridad, hasta el punto de que aun hoy siguen construyendo nuevas fosas antitanques y muros defensivos e incluso han entrenado perros para detectar a posibles infiltrados.

La franja que separa los campamentos de refugiados del muro, habitada esporádicamente por los beduinos, se ha convertido en una zona de alto riesgo. Restos de explosivos y metralla todavía sin explosionar y minas antipersona (algunas fuentes hablan de unas 100.000 unidades) hasta un kilómetro fuera de la valla causan todavía hoy muertes y mutilaciones. Especial preocupación despierta en el Frente Polisario los niños beduinos que desconocen la peligrosidad de los artefactos. Pero si hay algún punto caliente a lo largo de los más de 2.000 kilómetros de muro es la región de Tifariti, donde la causa saharaui ha movilizado a buena parte de sus fuerzas, por lo cual los marroquíes han aumentado el número de bases militares. Allí los asentamientos poblaciones empiezan a crecer. Los movimientos del Frente Polisario parecen indicar un cambio en su estrategia al intentar acercar los campamentos a la barrera, en una zona deshabitada y hasta ahora considerada de riesgo.

Este no es el primer Muro de la Vergüenza (cronológicamente es el tercero después de los de Berlín y México) y probablemente no será el último. La presencia de una barrera que divide en dos un mismo país busca minar la moral del enemigo al romper familias, aislar civiles en los que se genera un sentimiento de impotencia y vergonzante. Sin duda, en este caso, ha dejado una honda huella en la memoria colectiva del pueblo saharaui. De regreso a territorio argelino, la tensión se relaja tomando un te a la sombra de una acacia del desierto con el muro como telón de fondo, pero a Bendir y a Raúl todavía les “duele el corazón” cuando dirigen su mirada hacia la serpiente de arena.
(Fotografías: Pelu Vidal)

Una firma en el libro del Museo del Ejercito de Liberación

Miembros de la expedición de Agareso firmaron en el libro de visitas del Museo del Ejército de Liberación Nacional. Los cuatro reporteros conocieron un espacio que recoge y recorre parte de la historia del pueblo saharui.

Desde el pasado once de septiembre, los cuatro reporteros contribuyen a una objetiva aproximación sobre la realidad de un pueblo asentado en el desierto del Sáhara. Después de un amplio recorrido por los campamentos de refugiados, la hoja de ruta les condujo hasta las inmediaciones del muro que separa los territorios saharui y marroquí. Allí, recogieron testimonios en primera persona sobre un conflicto con más tres décadas de existencia que ha divido a un pueblo, obligado a construir una vida en el exilio provocada por la invasión marroquí. Esto obligó a decenas de miles de saharauis a huir desierto adentro hasta territorio argelino, donde levantaron, cerca de la ciudad de Tinduf, campos de refugiados en uno de los rincones del desierto más duro del planeta.

Posteriormente, fueron invitado al museo del Ejercito de Liberación que alberga algunos elementos utilizados en el conflicto bélico entre Marruecos y el Frente Polisario, sin olvidar la participación en el mismo de Mauritania, aunque finalmente optó por la paz y renunció a sus pretensiones de ocupar el territorio del Sáhara por el sur. En este recorrido histórico, concentrado en unos metros cuadrados, los Reporteros Galegos Solidarios tuvieron conocimiento de las claves históricas de un pueblo condenado a la resignación. Con su firma en el libro de visitas, han querido sellar el compromiso de seguir exponiendo la realidad de los saharuis con la precisión necesaria. Una rubrica con valor histórico para la corta trayectoria de AGARESO.

El objetivo del reportero gráfico Pelu Vidal retrata el bazoca vendido por España a Marruecos, y utilizado en la guerra contra el Pueblo Saharaui.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Hospitales de puertas abiertas

Dicen que de donde no hay, no se puede sacar. No obstante, cuanto más se acerca uno a la realidad del pueblo saharaui tanto más pone en cuestión este supuesto dogma. Por lo que respecta a la asistencia sanitaria, la filosofía aquí es simple: “Resolvemos los problemas con lo que tenemos”. Y algo bien deben de hacer porque la esperanza media de vida supera los 70 años.
El centro de salud de Smara, bautizado con el nombre del primer mártir de la causa saharaui, Bachir Lehlaui, está limpio y ventilado y tiene capacidad para 20 ingresos. Es una estructura de una sola planta con un ancho y luminoso pasillo salpicado de consultas a ambos lados.

El camino ha sido largo pero en la actualidad es ya “casi el 90% de la población” la que acude a un médico profesional ante cualquier dolencia. Para ello, han sido necesarias muchas conferencias y charlas con las familias, acostumbradas a tratar los males con sus propios remedios. “Enseñamos a la gente que la cosa más linda es el hospital, con el suero, las ecografías…”. Quien habla es el subdirector del centro, un joven óptico formado en Cuba. Se muestra orgulloso del número creciente de pacientes que cada mañana llenan las consultas aunque ahora, con el Ramadán, es difícil ver alguno a partir de las doce, cuando el sol está en lo alto y la falta de líquido aumenta el riesgo de deshidratación.

Lo que sí se ve es a dos mujeres ingresadas, con su botella de suero inyectada, y compartiendo habitación. Las mantas coloridas y amorosas, típicas de las casas saharauis, no faltan aquí, como tampoco lo hace el té. Incluso dentro del centro de salud hay una sala dedicada este fin. Un cuarto vacío, de no ser por la alfombra de estilo árabe que cubre el suelo, permite a los familiares prepararlo. “En las habitaciones no está permitido por el carbón, pero luego sí se lo pueden llevar al enfermo”, señalan.

Medicina para todos

La farmacia es la primera de las estancias. Por un ventanuco que da al exterior asoma el rostro de una mujer cubierta por una melfa, el traje tradicional, con su receta en la mano. Los medicamentos se distribuyen aquí de forma gratuita, todos pueden ser atendidos por un médico y recibir, después, el tratamiento prescrito sin coste alguno. Una vez más, los saharauis dan una lección de savoir faire a los estados más ricos.

Medicamentos como Nolotil resultan especialmente necesarios, “sobre todo para las migrañas”, una de las afecciones más frecuentes en los campamentos. Otra, son los problemas en los ojos. En la consulta de oftalmología hay un taller donde se fabrican gafas, tan necesarias en esta parte del globo donde la miopía es uno de los peajes que se cobra el desierto, como las afecciones estomacales (diarrea y cólicos, sobre todo). No obstante, “aquí no hay SIDA, no existe”, insiste orgulloso el saharaui de acento cubano.

Los niños son los pacientes más numerosos, también “los más indefensos”, explican. De ahí que las consultas pediátricas superen a las demás a pesar de que el número de abortos es doliente debido, sobre todo, a los esfuerzos de las mujeres acostumbradas a cargar con mucho peso como pilares de una sociedad levantada gracias al arranque femenino.

El paritorio del Bachir Lehlaui apenas tiene instrumental y lo que hay se ve viejo pero bien cuidado. No falta un aparato de aire acondicionado que permite a las mujeres soportar mejor los dolores de un parto natural. Todo un lujo para una gente que no dispone casi de electricidad.
Durante las guardias –el hospital permanece abierto las 24 horas-, siempre están operativos dos ginecólogos, un pediatra, una enfermera médica y un doctor. Y en el caso de que sea necesaria una intervención quirúrgica, los enfermos son remitidos en ambulancia a Rabunni, donde sí existen quirófanos.

En todo caso, y ante cualquier emergencia, una emisora de radio posibilita la comunicación entre los dispensarios (hay uno por dayra) y el hospital de la wilaya, y poner en marcha un operativo sanitario con profesionales de vocación y con corazón.

(Fotografía: Pelu Vidal)

Las chicas de Angala

“¿En España venden pastillas para engordar?”. Por supuesto, ella no formuló la pregunta, pero está muy atenta a la respuesta. Rodeada de sus hermanas y primas mayores, Fatma Sahara quiere conocer detalles sobre la vida de las mujeres españolas y sus trucos de belleza, pero ella nunca es la que hace el interrogatorio, se mantiene en la sombra y escucha concentrada. ¿Qué ocultan los movimientos silenciosos y la mirada silenciosa de esta joven que en unos días dejará la daira de Angala, en la wilaya de El Aáiun, para encerrarse en un internado en Argelia, terminar sus estudios secundariosa y, si tiene posibilidad, prepararse para trabajar de profesora? A sus 19 años, es uno de los pilares de la familia de Jadidja, su hermana más callada y silenciosa frente al alboroto del que hacen gala el resto de las chicas cuando tienen intimidad, y también la hermana más preocupada por que su madre y su abuela tengan las menores complicaciones posibles.

Como la mayor parte de las chicas de Angala, está interesada en saber si hay cremas para tener la piel más blanca y si las mujeres de otros países pueden tomar algún medicamento para tener una constitución más fuerte y evitar el vientre plano y los huesos de las caderas y las costillas marcados; quiere saber si existe una forma de cambiar ese cuerpo por el que tantas europeas suspiran y pasan hambre para acercarse a su canon de belleza: piel blanca, curvas y pelo liso y brillante.

Al igual que muchas de su vecinas, espera con ansia participar en una fiesta, como esas que organizan periódicamente en medio del desierto, cuando el sol baja su intensidad y chicos y chicas se juntan para comer y disfrutar, y ser una de las más guapas de la reunión. Eso sí, siempre pegada a la melfa que cubre su cuerpo y desdibuja su figura. Como otras chicas de su generación, no quiere tener un cuerpo que, bajo esta vestimenta tradicional, aparenta el de una niña de catorce años y da gran importancia a cada detalle de su apariencia. Aunque nadie pueda verlo, luce ropa interior de encaje y peina con delicadeza su pelo siempre resguardado de miradas ajenas. Estos detalles de la vida de Fatma solo salen a la luz cuando cierra las ventanas y la puerta de su casa y empiezan las confidencias con sus hermanas y primas. Con los cascos del MP4 en los oídos, retiran sus melfas, mueven con suavidad su cuerpo al ritmo de una canción de salsa, se peinan y maquillan; y llega el momento de reconocer muchas aspiraciones que no podrá cumplir por las limitaciones que le imponen unas costumbres que hacen que, al pie de la veintena, no pueda salir sola de su barrio, el número tres de Angala, porque se pierde entre las jaimas.

Conociendo estos obstáculos, Fatma, una mujer con un rostro del que emana el perfume del encanto, no saca a la luz sus anhelos fuera de esta intimidad. Una sonrisa cálida y el silencio por bandera son la máscara bajo la que oculta sus anhelos. La extrema atención que presta a las melodías del móvil o a los toques que le dan sus conocidos son un entretenimiento que le permite parecer lo suficientemente ausente para pasar desapercibida, pero no demasiado ocupada como para no enterarse, con esa expresión que anhela conocimiento, de todo aquello que no se atreve a preguntar.

Detrás de sus melfas, en la intimidad, Fatma y el resto de las chicas de Angala, a pesar de sus valores y convicciones, se entregan a las frivolidades del aspecto físico o la estética. Ambos aspectos no son incompatibles. Reconocer que le gusta gustar no implica que se olvide del profundo respeto a las tradiciones de su pueblo. Tan sólo es una muestra más de las contracciones que se adueñan de su mente cuando ve lógico dar un paso que en España tanto costó reconocer como positivo como el divorcio de un marido que te da una mala vida al tiempo que le hacen expresar que que no entiende cómo las mujeres europeas se sienten cómodas teniendo un hijo fuera del matrimonio.

Las chicas de Angala no se diferencian tanto como podría parecer de las españolas. También ellas son capaces de dar rienda suelta a sus risas cuando en pleno día disfrutan pintando con gena las manos de las mujeres de la familia y al caer la noche bromea con los amigos que le hacen una visita y preparan el té mientras charlan animadamente.

(Fotografia: Pelu Vidal)

jueves, 18 de septiembre de 2008

Campesinos del desierto

En un lugar donde apenas se puede ver algo más que arena, descubrir una huerta es, cuando menos, sorprendente. Más aún si el sistema de trabajo establecido deja atrás el famoso concepto de paridad y lleva al extremo la esencia del comunismo.

El viejo guardia que la custodia desde hace casi 30 años (en concreto, desde 1979), cuando empezó a funcionar, explica que aquí se dan calabazas, cebollas, zanahorias, melones y sandías, en un intento de autarquía que permite que “a nadie le falte un plato de comida”. La cosecha se reparte de forma gratuita entre la población y, en contra de lo que pudiera parecer, en ocasiones es tan abundante –“muchos kilos, muchísimos”, dice- que las hortalizas sobrantes se destinan a otras wilayas y hospitales.

Son 30 los trabajadores de la tierra, 15 hombres y 15 mujeres, que llegado el momento de la cosecha reciben la ayuda, además, del jefe de la wilaya y su familia. El día a día lleva a los campesinos del desierto a enfrentarse a las horas más calurosas del día, entre las cuatro y las seis por la tarde y de ocho a doce por la mañana. Quizás por eso, igual que sucede en otras partes del mundo, el momento de la recogida se convierte en una fiesta animada por un grupo musical que pone ritmo a la victoria del hombre sobre la naturaleza porque es más que difícil imaginar cómo se puede cultivar una sandía en arena del desierto.

Son 4 hectáreas de terreno rodeadas por hileras de cañaverales que impiden el paso de la arena y el viento y sirven, además, para separar los distintos cultivos en los que los excrementos de ave son los abonos más utilizados. Camiones cargados con ellos se desplazan semanalmente desde una granja de pollos cercana siguiendo así esa política de reciclaje que gracias a la ayuda internacional y al carácter saharaui permite disfrutar de unos campamentos limpios en los que la falta de recursos no va pareja, en ningún caso, a la carencia de higiene.

Como bien preciadísimo que aquí es el agua, cada gota cuenta. Largos tubos para el regadío asoman sobre la tierra a lo largo de las plantaciones desde un pozo situado al otro lado de la parcela, dando de beber mediante goteo, a los pequeños brotes de la nueva cosecha sementada hace apenas mes y medio.

“Se puede cultivar cualquier tipo de cosa, la huerta es muy buena”, dice el guardia. Como un vergel en medio de la nada, este espacio verde parece hacer más respirable la vida en la árida superficie desértica.

Un biorritmo que rezuma tranquilidad

Las agujas del reloj giran más despacio en el Sáhara. La paz y la tranquilidad que emanan del rostro de sus gentes transmiten una serenidad olvidada desde hace tanto tiempo a causa de una rutina diaria cargada de estrés que adquiere incluso más intensidad. El cambio de biorritmo de la vida cotidiana ayuda a pensar, a superar la apatía vital y a valorar en su justa medida la importancia de cada uno de los apartados que componen tu realidad. Familia, amigos, trabajo y posesiones materiales adquieren un nuevo significado cuando vives bajo la mirada constante de un sol que no perdona y recibes todo a cambio de nada de personas que dependen de la ayuda humanitaria para cuidar de los tuyos. Los refugiados saharauis tienen más tiempo para pensar, ponen sobre la balanza los pros y los contras de cada nuevo acontecimiento, analizan minuciosamente todo lo que pasa a su alrededor. Esta concentración que únicamente es posible cuando no gastas ni un minuto en pensar en cosas que no valen la pena es la que hace que sus valores sean más profundos, que sean consecuentes con cada uno de ellos y que lleven hasta el final sus anhelos y sus sentimientos. Los habitantes de las wilayas construidas en un mar de arena saben que no son nada sin su familia y no tienen miedo en demostrarlo. Expresan cada pensamiento, cada sensación y no dudan en dar un tierno beso o un cálido abrazo a su padre, su hermano o su amigo cada vez que recuerdan cuánto les quieren y todo lo que suponen en su vida.

Su rutina está marcada por una climatología que no perdona y que les obliga a organizar su día a día con un ritmo diferente. Las casas cobran vida muy temprano, cuando el sol todavía no se ha puesto en medio del cielo, a una hora que les permite disfrutar de un amanecer cargado de contrastes y aprovechar los únicos momentos frescos del día para realizar unas tareas repetitivas, pero nunca aburridas. Aquellos que trabajan fuera de casa se pierden entre las taimas y la aridez del desierto mientras todavía pueden caminar al aire libre y los que se quedan en casa apuran las primeras horas de claridad para dar de comer a las cabras, sacar agua de los pozos o recoger las mantas ordenadamente colocadas sobre la arena la noche anterior para soñar bajo un manto de estrellas. Los niños ponen rumbo a un colegio que les da libertad para no asistir cuando tienen otras ocupaciones pero al que intentan no faltar para no perder la sabiduría que pueden transmitirles sus maestros y sus compañeros (ellos lo tienes claro, un individuo aprende de cada persona que se cruza en tu camino). Los responsables del reparto de alimentos no pierden el tiempo y hacen llegar a cada familia su ración para que puedan organizar las comidas antes de que el sol tome el mando del nuevo día.

Cuando el astro rey se hace con el dominio de su jornada, el ritmo va descendiendo y, hacia el mediodía, ya son pocas las caras que se ven entre las siluetas de las construcciones de tela o adobe; a medida que avance el día irán siendo menos. El ritual de la preparación del té se repite en todos los hogares y centros de trabajo, en donde todos comparten lo que es de todos, y de ninguno a la vez, pues no están en su tierra, viven en un terreno prestado que no pueden considerar propio porque el suyo está ocupado detrás de un muro. Y después de la comida llega el momento de descansar. El calor impide a los habitantes de la arena salir al laberinto de calles desordenadas y durante las horas centrales del día el silencio y las elevadas climatologías que les rodean los empujan a dormitar, reflexionar y compartir charlas y confidencias con su familia. La individualidad no tiene sentido en un pueblo en el que padres, hijos, primos y abuelos duermen bajo el mismo techo, codo con codo y corazón con corazón, y los valores familiares se vuelven más importantes que cualquier posesión material.

Tan sólo cuando el sol empieza su descenso detrás de un terreno árido (las piedras se apoderan de la arena y el viento se lleva las dunas, dejando un paisaje uniforme e inhóspito) vuelve la vida a las wilayas. Los niños ya descansaron, regresaron al colegio y terminaron de nuevo la formación académica del día, aunque seguirán aprendiendo, siempre hay una nueva reflexión y un nuevo conocimiento que llega a sus oídos haciendo que maduren y tomen conciencia de su vida y su realidad de exiliados a edades que podrían parecer demasiado tempranas. Las calles se llenan de siluetas, de pequeños que juguetean y se entretienen siempre en compañía, de jóvenes que juegan al fútbol o el volleybol descalzos sobre un campo de piedras, de hombres que descansan a la sombra de una jaima y mujeres que les acompañan en el enésimo té del día (su ceremonia es un entretenimiento, no un ritual sin significado, sino una tradición meticulosa que se trasmite de padres a hijos y ayuda a no pensar en que las agujas del reloj se mueven despacio), pero siempre pendientes del cuidado de la casa y los hijos, y de que todos tengan lo que necesitan, de que la fiebre no tumbe a su vecino sobre una alfombra o el de más allá no pase ninguna calamidad.

Es la hora de las relaciones sociales, la hora de hacer las visitas de rigor, la hora de dar un paseo y disfrutar de la tranquilidad que les da sentirse en paz consigo mismos y con los demás. Saben que tienen que aprovechar al máximo el momento del día en el que su exilio de arena se vuelve un lugar más agradecido para vivir. Y lo hacen. Apuran las horas para cultivar sus valores, para compartir todo lo que pasa su mente con los suyos, para dar su cariño a las personas que son importantes en su vida y para todas las actividades y los placeres de los que el sol les privó durante las horas previos. Cuando el cansancio empieza a apoderarse de sus pestañas, disfrutan de una nueva tranquilidad y disfrutan de una noche cálida y serena bajo un manto de estrellas, más tupido cuando la luna va decreciendo y perdiendo su brillo.

Durante el Ramadán estos biorritmos están todavía más marcados. Este año el octavo mes lunar ha caído en septiembre y los adultos, ya sean hombres o mujeres practican la abstinencia total de todo aquello que rompe el ayuno (bien sea comida o bebida, fumar o relaciones sexuales) desde el alba hasta la puesta del sol, incrementan la lectura del Corán y rezan con mayor frecuencia en cada esquina. El ayuno es una escuela de disciplina y doctrina, tanto espirituales como morales, pero pueden ignorarlo las mujeres que están embarazadas o tienen la menstruación y aquellas personas a quienes su salud o integridad física no les permitan un mes de depuración.
Con el Ramadán los saharauis se levantan todavía más temprano para su última comida antes del amanecer y pasan el día ahorrando energía para orar y limpiar su mente durante quince horas, hasta que el sol se vaya de nuevo de sus vidas. Cuando cae la noche, ya reconfortados por el rezo y el alimento, vuelven a permitirse derrochar energía vital y recuperan los momentos compartidos.

El tiempo en el Sáhara pasa a un ritmo diferente y les permite profundizar en sus valores. El reloj da a sus habitantes momentos para pensar, reflexionar y ser felices; y todavía les deja la oportunidad de hacer gala de su bondad y les convierte en un pueblo que desprende un perfume a hospitalidad por todos sus poros, aún cuando la historia ha sido hostil con ellos y muy pocas personas les dan algo a cambio de nada. Dependen de la limosna de un plato de arroz para sobrevivir y no les importa privarse de ellos para hacer su casa más acogedora al que llega de fuera, entregar su serenidad y compartir la profundidad de sus miradas con gentes que surgen detrás del polvo del desierto y nunca podrán agradecer lo suficiente el fuerte abrazo que les arropa y les hace recuperar la perspectiva de las cosas que realmente son importantes y vale la pena cuidar.
(Fotografía: Pelu Vidal)

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Bendir Hadya: "Prefiero morir defendiendo mi tierra que vivir bajo la represión"

ENTREVISTA: Bendir Hadya es un soldado en la reserva. Luchó con el Frente Polisario desde el año 1978 y, desde el alto al fuego, trabaja como conductor-guía para el Gobierno saharaui a la espera de retomar las armas como único camino para recuperar su territorio. Con el muro construído por los marroquíes como telón de fondo, contextualiza el conflicto saharaui en la frontera entre ambos territorios.

Estamos muy cerca del muro… ¿Podría explicarnos qué se ve y qué queda oculto tras la barrera de arena?

- Hemos visto el muro, hemos estado cerca, a 75 metros, 80 máximo, y lo que hemos visto son alambradas que lo protegen de los animales, de las personas que no saben nada de la estrategia militar y pueden ser víctimas de una mina por accidente. Pero estos cables no lo rodean todo, a pesar de está todo minado con explosivos antipersona, anticarro, antitanques... Detrás, hay una elevación de arena y un foso que los militares marroquíes pueden usar para desplazarse entre sus bases protegidos de los tiros. Detrás, hay un metro de elevación y otro foso para circular. Al final de todo están las bases construidas para vigilar la presencia del enemigo, que somos nosotros. Esta guardia está siempre levantada detrás de un asentamiento con material militar, con cañones, morteros, misiles y tanques. Todo a lo largo del muro hay una base grande y, a 500 metros, una pequeña. Desconozco el número total de las que hay.

¿Cuántos soldados marroquíes vigilan el muro?

- Sólo puedo decir que la cantidad de los marroquíes en el muro no es fija. Ahora, con el alto al fuego no son tantos como durante la guerra pero siempre, siempre son muchísimos. Por proporción, un soldado saharaui es igual a once de Marruecos.

¿Cuántas minas hay?

- No lo puedo decir pero sé que son de diferentes países: americanas, francesas, españolas…

Los marroquíes llevan treinta años construyendo esta barrera y siguen en ello…

- El muro fue construído en distintas etapas y creo que llevan seis niveles de protección, están empezando el séptimo. Han tardado muchos años porque el Frente Polisiario ha intentado parar la construcción porque divide un pueblo en dos y un país en dos. Además es peligroso para los animales. El pueblo saharaui es conocido por depender del ganado que tiene y con el muro pueden ser un día víctimas de la minas, por eso el Polisario intentaba parar esta vergüenza que los marroquíes están haciendo.

¿Sigue habiendo accidentes?

- Si. No tengo un número concreto pero hay muchos. Escuché hablar de muchos accidentes con personas víctimas de minas, animales muertos, niños mutilados. Cada año podemos decir que hay de siete a nueve, a pesar de que hay muchas vigilancia, podemos decir que la gente tiene bastante información de las minas. Pero los accidentes nos esperan y las minas no perdonan.

¿Es posible calcular el número de presos saharauis?

- Pienso que durante la liberación de estos presos fueron solamente 65 saharauis y estoy seguro, muy, muy seguro que son muchos. Durante una historia de guerra que ha durado muchos años con unas tropas que luchan durante día y noche, los perdidos, los presos, los muertos son de los dos lados. Hemos conseguido durante toda la historia de la guerra más de 65 presos marroquíes, entonces de nuestro lado tenemos que reclamar más porque sabemos que los marroquíes han cogido muchos más. Nosotros liberamos a todos los presos que teníamos.

Hablas de un conflicto largo, pero aún no ha terminado. ¿Qué pasará ahora?

- Lo que pasará nos espera. Yo, individualmente, lo que conozco es que la paz no ha dado nada, que no puede garantizar nada, que los países no ven la imagen real de la causa saharaui o la ven y la olvidan y no quieren decir la verdad. Para mí, seguir la guerra es mejor que la paz porque se puede acompañar en paralelo con las negociaciones y buscar una solución pacífica. Estamos siempre en un infierno, en un exilio y los marroquíes se aprovechan de la riqueza del Sáhara. Eso no es justo.

¿Cómo viven los saharauis que resisten al otro lado del muro?

- Viven bajo la represión marroquí y son gente que realmente quiere ser independiente un día pero con la presencia de los marroquíes no pueden decir lo que quieren porque pueden ser presos, detenidos, desaparecidos o víctimas de la tortura. Viven bajo una represión imperdonable y no pueden decir nada.

Si esto sigue como hasta ahora, ¿el pueblo saharaui podría llegar a desaparecer?

- El pueblo saharaui no desaparecerá en la vida porque generación tras generación los padres dejan la historia a los hijos y éstos a los suyos y la historia saharaui continuará hasta el día de la independencia, que llegará rápidamente.

¿Qué recuerdas de tus días de soldado?

- Los soldados sacrificamos la vida para defender nuestro territorio y nuestro pueblo y estamos preparados para morir un día. Prefiero morir defendiendo a mi madre, mis hermanas, mi tierra, mi riqueza que vivir bajo una represión de Marruecos o de otro país del mundo.

¿Qué opinas del presidente de tu Gobierno, Mohamed Abdelazid?

- Nuestro presidente es ejemplar no hay otro igual al nuestro. Es realmente humano y saharaui y un presidente que luchó antes y durante la presidencia. Es un hombre fiel a la causa, un gobernante sin guardaespaldas porque puede garantizar su propia protección.

¿Qué dejaste tú detrás del muro?

- Mi padre fue inmigrante en Mauritania y yo no nací en el Sáhara, no viví la historia de la colonia española y la guerra hasta 1978 y 79. Mi padre fue un beduino, tenía muchos camellos y mucha riqueza animal, entonces no me faltaría nada. Cuando en 1978 entré en el Polisario, mi familia dijo: “somos saharauis, nuestro hijo se ha ido y tenemos que ir también” y vino conmigo. Ahora vivimos como todos los saharauis, dependiendo de ayudas humanitarias. Los saharauis no tendrían por qué vivir como lo hacen hoy, en un desierto, dependiendo de un kilo de arroz, un litro de aceite. Tenemos muchas riquezas y podríamos vivir como muchos otros pueblos, pero la situación es esta.

(Fotografía de Pelu Vidal en la que el militar del Frente Polisario, Bendit Hadya, exhibe uno de los elementos de defensa de los que dispone el ejercito a ese lado del muro en el Sáhara)


martes, 16 de septiembre de 2008

Decidir en libertad

En una casa de adobe de la daira de Angala. Su rostro iluminado por la luz de un amanecer que trae la vida a un campamento que parecía desierto y el resto de su cuerpo cubierto por una melfa (traje tradicional de la mujer saharaui), Asma prepara el té silenciosa, expectante a cualquier posible petición de sus invitados y muy curiosa con lo que dicen a su alrededor a pesar de que prácticamente no entiende ni habla el español que este verano tanto han perfeccionado su hermana Jadidja y su tío Said. O, quizás, precisamente por eso. Por la profundidad de su mirada, la seguridad de sus movimientos y los gestos maternales con los que sirve a Jadidja el primer desayuno en el Sáhara, Asma podría parecer la cabeza de familia, pero tan sólo tiene 21 años. A pesar de su juventud, arrastra una historia que la ha hecho madurar rápidamente en medio del paisaje uniforme que conforman a su alrededor arena sobre arena, adobe derretido de casas destrozadas por el agua, jaimas y vestimentas de colores brillantes.

Una de esas construcciones venidas abajo era la de Asma, en la que vivió durante un año con el que fue su marido hasta hace el mismo tiempo. Por fortuna, no llegaron a tener hijos porque el hombre resultó “no ser lo que esperaba”.

Maquillada durante todo el día y muy pendiente de estar bien combinada. Pero Asma se cubre con su melfa desde que a los 11 años empezó a asumir las responsabilidades de su familia, mucho antes de la edad habitual en los campamentos de refugiados. No lo hace por imposición o tradición, sino por decisión; una elección meditada y con fundamento. Esta vestimenta, una tela de unos cuatro metros con la que rodea toda la silueta, protege su cabeza de la intensidad del sol más denso del desierto; oculta su cara de unos rayos que dan más color a su piel morena en una sociedad en la que un cuerpo pálido constituye el canon de belleza; y desdibuja las formas de un cuerpo que le avergüenza mostrar a los hombres.

Asma tuvo la libertad de elegir. De decir sí a un marido al que luego abandonó. De optar por una melfa que solo deja a la vista sus intensos ojos negros, más profundos cuando alarga sus pestañas con una capa de rimel. Pero esa libertad tiene sus limitaciones; acaba donde empiezan las convicciones que le vienen dadas de una sociedad en la que la mujer no fuma, y las primeras en hacerlo están siendo el centro de todas las miradas; de unas costumbres que dejan a las niñas encerradas en un internado en Argelia mientras sus hermanos varones pueden vivir la ciudad. Su libertad está ahí y Asma sabe que puede elegir, pero la educación que le ha sido dada le dice que su entramado social funciona bien cuando las mujeres se quedan en casa cocinando y limpiando mientras los hombres trabajan o charlan a la sombra de una casa destrozada.

Algunas de sus familiares optaron por continuar con su formación. Una de sus hermanas, de 19 años, ha decidido continuar sus estudios secundarios en Argelia y su prima suspira por ser arquitecta, pero Asma decidió ¿por si misma? dejar a un lado las clases y cambiarlas por una vida en la que “mis profesoras son las cabras”. Cómo no tomar ese camino en una familia marcada por la tragedia en la que, cuando se va el calor del verano, y llega el frío invierno, ella y su tía son las únicas mujeres en edad de trabajar que queda en la casa, con un niño de un año y tres meses a su cargo (Aladin, el hermano de Jadidja).

Su padre, ciego después de que una bomba explotase a escasos metros de sus ojos durante la guerra, pasa el verano en el campo, a 400 kilómetros de su casa, incapaz de soporta la crudeza del desierto. Su hermano mayor se convirtió en el orgullo de todo su entorno al alistarse en el ejercito y contribuir a defender un territorio que tanto le ha costado recuperar al Frente Saharaui tras ser ocupado por Marruecos. Y, desde hace dos años, todos deben vivir en la jaima de sus abuelos porque la suya se agrietó y vino abajo con unas gotas de lluvia, las únicas que cayeron en su wilaya aquel invierno. La suya es “una familia flaca”, como la define su abuelo, porque está cimentada en mujeres en una sociedad que sitúa a los hombres a la cabeza de la jerarquía.

A Asma le encantaría viajar a España, a ser posible, a Galicia, pero las desgracias y desencuentros de su historia se lo impiden. Después de pasar dos meses de ‘Vacaciones en Paz’ en Extremadura cuando tenía ocho años, sus padres decidieron que no volvería. Ya de mayor, con los papeles de su matrimonio firmados y libre de nuevo con un divorcio que ya empieza a ser natural en los campamentos, quiso regresar, pero la mala salud la visitó y su estómago acumula ya tres operaciones en el hospital de Rabuni por una enfermedad cuyos detalles desconoce.

Ahora quiere hacer su viaje, pero no tiene dinero para costear el papeleo. Únicamente quiere que le permitan visitar un hospital para que la curen, pero la burocracia está ahí para complicarle sus deseos.

Asma se queda en casa sin viajar ni estudiar. Asma se cubre con una melfa. Asma embellece el ritual del té cuidando al máximo cada detalle, desde cuidar la colocación de su vestimenta hasta cruzar sus piernas siempre con la misma meticulosidad. Asma cocina con sus propias manos el mejor Sable del mundo, unas galletas con mermelada que hacen inolvidable tu primer amanecer en el desierto.

(Fotografía: Pelu Vidal)

Faith Factory

Como la noche y el día, la realidad de los refugiados saharauis emerge en un estallido de contrastes que rompen el pensamiento occidental encorsetado por los estereotipos. La ignorancia, la conformidad, el desorden o la falta de aptitud se dan de bruces con la convicción de un pueblo que no se resigna a perder su pasado, ni su futuro, a merced de la política internacional. Faith Factory, el magazine trimestral que Faloka, madre de nuestro amigo Salama y periodista coordina, es un buen ejemplo. El nombre lo dice todo: fe, esperanza, acción.
Con 34 años y 4 hijos pequeños (se casó con 22), lleva sola su casa mientras su marido persigue en España “los papeles”. En el barrio 3 de la wilaya de El Aaiún, Faloka se encarga del Centro de la Mujer, donde también se imparten clases de electricidad o conducción en una sociedad eminentemente femenina.

La publicación se hace eco de la dramática situación de los suyos al otro lado del muro, en especial, de las mujeres. Cada número guarda siempre un espacio para recordar y ensalzar el valor de aquéllas que luchan en los territorios ocupados por un Sáhara libre y, gracias a gente como Faloka, nombres como el de Batul Sidi (madre de un ministro saharaui y 25 años encarcelada), viven en el imaginario colectivo.

Manifestaciones diarias en la calle, frente a frente con los soldados marroquíes a los que muestran sus pancartas reivindicativas, acaban con cargas violentas y, para algunos, con la cárcel, cuentan. Prisiones en las que, según muestran los folletos circulan de mano en mano por los campamentos, las condiciones de vida infrahumanas (donde la falta de espacio es abrumadora) y las torturas (abundan las imágenes de rostros ensangrentados, quemados y mutilados) dejan en evidencia el papel de la seguridad internacional.

Para muchos, casi todos, la tragedia nacional se hunde en la personal y las historias de familias partidas por el muro –como antes sucediera en otros lugares- se cuentan con la serenidad de quien lleva 33 años esperando. Pero la paciencia se agota, y entre los hombres se hace evidente la impotencia y la desolación: quieren volver “a hacer la guerra” porque, explican, “sin presión no avanzamos”. Lo dice Bendir, un soldado que aguarda ansioso coger las armas otra vez y que ahora trabaja de conductor-guía para los extranjeros. “Mi familia era muy rica, mi padre tenía muchos camellos y yo ahora dependo de un kilo de arroz para vivir”, se lamenta. “Para esta vida prefiero la muerte”. Su testimonio es demoledor y, sin embargo, no hay ni un ápice de resentimiento en su mirada. Como otros muchos culpa al Gobierno español de su destierro, pero agradece la mano tendida por la población.

Bendir quiere luchar y “se lo he dicho a nuestro presidente”. Dice que él es “un hombre de paz, muy bueno, escucha todas las ideas pero ya le ha dicho a la ONU que no puede controlar a todos los saharauis”. “Estamos preparados para aguantar 4 años de guerra”, el armamento (“sólo ruso”, puntualiza) espera en almacenes ocultos en el desierto el momento de dejar las pancartas y los panfletos y de volver a empuñar un rifle. Entre tanto, cada uno hace la ‘intifada’ como puede. Desde un periódico, como Faloka, o al servicio de un presidente demasiado paciente para Bendir, que aguarda con un ojo abierto en las trincheras.

Entre tanto, cada uno hace la ‘intifada’ como puede. Desde un periódico, como Faloka, o al servicio de un presidente demasiado paciente para Bendir, que aguarda con un ojo abierto en las trincheras.
(Fotografía: Pelu Vidal)

Cuatro días en el Sáhara llenos de sensaciones, experiencias y vivencias inolvidables

-Día 11 de septiembre: Llegamos al aeropuerto de Santiago y allí pudimos experimentar el duro trabajo de porteador al descargar las maletas de los 252 niños saharauis que llegaron en cinco autobuses y un minibús, además de una furgoneta con ayuda humanitaria y material informático.

Fue la primera muestra de solidaridad de los miembros de Agareso, ayudando a los miembros de Solidariedade Galega co Pobo Saharaui con la inestimable colaboración de dos turistas andaluces recién aterrizados que colaboraron alarmados por nuestra penosa situación física.
Agotados y tirados en una sala del aeropuerto, presenciamos una escena típica de la Semana Fantástica de El Corte Inglés: boinas parisinas, peinados punky, manicura francesa (Pelu aprendió a hacerse las uñas), gafas de sol ultra modernas, estética rapera, brazos cubiertos de pulseras hasta el codo, móviles de última generación y todo tipo de aparatos electrónicos. Y entre los 252 niños una empleada de la limpieza sudaba la gota gorda para intentar acabar su trabajo a la hora.

Ya dentro del avión, Lara vivió un momento de pánico al tener que enfrentarse a 100 niños en solitario (Natalia gestionaba la parte trasera mientras Suso y Pelu echaban una siesta en primera clase). Fueron cinco horas de viaje en las que los cuatro sorteamos vómitos, pises y gritos, muchos gritos mientras las azafatas se hacían las argelinas. Los niños llevaban pilas Duracell.

-Día 12 de septiembre: A las 2 de la mañana tocamos suelo africano. En el aeropuerto de Tindouf Natalia vivió su primer momento de pánico. Uno de los responsables de seguridad vino a buscarla al aparcamiento para comunicarle que tenía prohibida su entrada en Argelia. Debía pasar la noche en Tindouf y ser repatriada a España. Ahí conoció el “dudoso” sentido del humor argelino.
Mientras los niños trepaban por los camiones-autobús para volver a sus casas y nosotros esperábamos por el equipaje, Suso, con ansiedad de nicotina, revivió cuando un saharaui le confesaba: “Aquí puedes fumar hasta en el hospital”.

Poco después, Natalia y Lara… vini, vidi, vinci. Dos mozuelos del lugar, uno “de Rodeiro”, intentaban echarles el lazo. Mientras, unos metros más allá, Pelu también tenía su panic moment. 200 niños le asediaban gritando: “¡Foto, foto!”
Dos horas después pudimos subirnos a un autobús que gritaba ¡Sáhara Libre! sin sospechar que sería una auténtica romería. Allí estaba nuestro amigo de Rodeiro echando un pitillito mientras atravesábamos el desierto a ritmo de reggaeton saharaui. Uno de los soldados de un check-point detectó la presencia de Suso, rodeado de niños, al fondo del vehículo y rompió la magia del momento pidiéndole el pasaporte, sólo a él.
Entramos en el campamento y una ambulancia con todas las sirenas en marcha anunciaba nuestra llegada, por si la megafonía del autobús hubiese dejado a alguien dormido.

Al pisar por primera vez la arena del desierto vivimos nuestro momento mágico. El Sáhara nos abrió sus brazos bajo un cielo más limpio y estrellado que nunca. La gran aventura empezó cuando nuestras familias de acogida nos anticipaban en el primer encuentro su extraordinaria calidez. En medio de la oscuridad y a miles de kilómetros de casa, entramos a formar parte de la cadena solidaria que arrancaba en Sanxenxo unos meses atrás de la mano de Belén y Laura, y que ahora sellaban Faloka y Horia abriéndonos las puertas de sus hogares.

Nuestra compañera Laura López, coordinadora de este proyecto, es el candado que ayudó a cerrar el círculo.

(Fotografía: Pelu Vidal)


lunes, 15 de septiembre de 2008

Un desierto llamado hogar

Con 10 años uno empieza a encajar las cosas que suceden a su alrededor. Cuando ese uno es un niño saharaui, los interrogantes parecen no tener final. Salama, como buena parte de los que viven en el árido e inhóspito desierto del Sáhara, conoce también la riqueza, la comodidad y la abundancia que alegran la vista a la sociedad occidental.

Miles de niños cogen cada verano sus mochilas, se montan en el avión y toman tierra en otros puntos del globo más afortunadamente situados, si bien la mayoría se decanta por la península ibérica. También, quizás, porque aquí está la patria de su segunda lengua. Desde Asturias a Andalucía o Galicia, brazos abiertos les esperan para compartir con ellos un verano más fresco, lejos de los 50 grados del desierto al que regresan ya, a principios de septiembre.

Salama no se ajusta al prototipo de niño extrovertido, alegre y despreocupado que podría encajar con su edad. Sin embargo, y aunque su típico gesto serio no le abandona al volver a casa, está claro que es aquí donde reside su felicidad.

Nada enturbia la emoción de volver a pisar suelo africano y al pasar el Estrecho –al “cruzar el agua”, dicen ellos-, el alboroto revive un avión con 250 niños menores de 15 años, entre ellos, un Salama engominado con el corte de pelo más cool, rapado por los lados. Con deportivas de plataforma y cordones fosforitos, reloj digital, un teléfono móvil, visera nueva y vaqueros a la moda, enfila el camino a uno de los lugares más inclementes del globo: su casa.

Cuando en el aeropuerto de Tindouf (Argelia), 7 horas después de dejar Lavacolla, aparecen ya los camiones que han cambiado la función de carga por la de transporte público (muchos españoles), la madrugada se revuelve en fiesta. Los pequeños trepan por los laterales y se despiden agitando la mano de otros compañeros de viaje: 4 periodistas españoles que esperan, agotados, su transporte a ras del suelo. Ahora serán ellos los acogidos por dos familias saharauis.
Sin perderles de vista, Salama y Jadizja (los dos protagonistas de esta historia), guían a sus invitados hacia un autobús redecorado con la bandera del Sáhara Libre que conducirá al grupo a la wilaya de El Aaiún, a no más de una hora de camino.

En la última parada, y sin dejarse vencer por el sueño, Salama agarra su mochila y busca a su familia en la oscuridad de una noche sembrada de estrellas. Sin dejarse llevar en exceso por la emociones, el pequeño ‘hombre tranquilo’ abraza a su madre y ayuda con las maletas.

Primero, la familia

Al estilo de un patio andaluz, la casa de Salama luce dos árboles rodeados de fina arena y 5 puertas que conducen a cada una de las estancias construidas de forma independiente (cocina, aseo, salas-dormitorio). En ese patio rectangular al aire libre se encuentra, a las 6 de la mañana, a sus 3 hermanos dormidos, dos primas y la abuela, tendidos en el suelo sobre alfombras y bajo unas vistosas mantas. El techo de madera de la casa de Belén y Beni, sus padres de acogida en Sanxenxo, se queda atrás para recuperar todo el firmamento acurrucado en el regazo de su madre, Faloka.

A la mañana siguiente, cambia las deportivas psicodélicas por sus sandalias habituales y sale a jugar en bicicleta con sus hermanos y sus primos. Las jaymas de unos y otros lindan y la familia comparte casi el 100% de su tiempo en un trasiego de visitas que, fuera de las horas de ayuno, se endulzan con un delicioso té.

Las altas temperaturas y el Ramadán hacen a los niños los reyes del campamento durante la tarde, mientras los mayores descansan. Dentro de la jayma, y a falta de un sistema eléctrico que permita encender la televisión durante más de 5 minutos, los móviles, las cámaras fotográficas y los reproductores de música son los objetos más buscados.

Independiente y responsable, la ausencia temporal del padre parece hacer mella en el niño, pendiente de su familia y atento para ayudar sin que se lo pidan. Ejerce de anfitrión y vigila a sus hermanos, sin abusar de su autoridad y con paciencia, como hacía con Manuel, el hijo pequeño de Belén y Beni. Ni un empujón, ni un grito, Salama hace honor a su nombre: “tranquilo”.

Faloka reconoce que es muy callado, como ella, y pocas veces consigue que sonría, todo lo contrario que sus otros hijos, parlanchines y de risa fácil. Por eso es aún más especial cuando después de varios días de convivencia Salama, más relajado, se arranca a bailar y a cantar con gesto divertido y sin soltar el MP4.

Es el que menos está en casa y cuando está prefiere el segundo plano. Su carácter reservado permanece inalterable y, sin duda, él es quien marca los tiempos, no es de los que se deja llevar. No obstante, olvida su timidez cuando está ante el objetivo de una cámara. Es curioso ver cómo escoge el momento para lucirse: preparando el té, derrapando con su bici o caminando al estilo más rapero. Ahí sí le gusta saberse mirado, será el preludio de la adolescencia.

A la espera de volver a la escuela en un par de semanas, disfruta de sus vacaciones igual que cualquier niño de su edad. Aquí se siente libre y, ahora, contento de volver a casa, a donde regresa con el cariño y las vivencias de su familia de acogida en el bolsillo. De Galicia echa de menos algo más que los chapuzones en la playa, aunque esto no lo diga, y es que sus fotos de Sanxenxo pasan de mano en mano una y otra vez. Tanto que en 3 días ya están algo arrugadas.
En ese espacio compartido por niños y mayores que es la casa, la conversación se pierde por mil derroteros distintos. A última hora de la tarde, cuando se acaba el ayuno del Ramadán, las alfombras vuelven a tomar el patio y van llegando los parientes. Faloka se encarga de preparar el té y, ayudada por sus sobrinas, disponen dátiles con queso y una sopa a base de leche de cabra y harina. Junto a ella, la matriarca llama a los nietos para que se sienten y apoya su cuerpo en el hombro de su hijo mayor, un hombre cordial y divertido de unos 50 años.

El contacto físico y la charla constante, durante la que difícilmente pierden la sonrisa da fe de que, aquí, la familia es lo primero. La situación política del país, la represión que denuncian por parte de Marruecos y su futuro incierto emerge justo detrás, en un tono que revela una profunda tristeza ajena, en todo caso, a la resignación, la vergüenza o la venganza. Salama observa y escucha y, de vez en cuando, levanta la mirada. Los mayores hablan sin tapujos y los niños van haciendo suya, entre juego y juego, la impotencia de su pueblo. Folletos que hablan de muertes y tortura se mezclan con coches de Fórmula 1 y helicópteros de plástico. Así se forja el carácter de un refugiado saharaui.

Al atardecer, después de cenar, Salama deja a sus hermanos en casa, queda con un amigo y sale a dar un paseo por los alrededores. Sus ojos enormes guardan la luna y todas las estrellas que perdió el llamado Primer Mundo. La tragedia no estaba en el regreso.
(En la fotografía, Pelu Vidal capta al inquieto Salama contemplado a su pueblo desde la perspectiva del techo de una Jaima)

Destino final: morriña de Galicia

Pensaban que lo peor había pasado, que, en cuanto subiesen por las escaleras de aquel autobús en el que iniciarán el viaje de regreso a su hogar, el dolor terminaría, pero Jadidja, su prima Rabad y su amiga Fátima acaban de llenar de emociones el asiento trasero del autobús . La expresión de sus rostros deja claro que están pasando un momento intenso, un momento de transición que cada una vive de una forma distinta. Jadidja no puede evitar que las lágrimas corran por su rostro desencajado. Tan solo hace unos minutos que Laura le dio su último abrazo y ya empieza a echarla de menos. Al menos, desde que corrió las cortinas consigue empezar a dominar sus sentimientos, pero hay algo que escapa a su control: la tristeza más grande de todas las despedidas que había tenido desde que, hace tres años, pasó su primer verano de ‘Vacaciones en Paz’ en Sanxenxo. Este año tiene un hito que marca la diferencia con los anteriores: no sabe si podrá regresar el próximo. Su familia pontevedresa quiere que regrese y ella se muere de ganas por hacerlo en el mismo día en que les deja, pero ya está a punto de alcanzar la edad máxima para viajar a España y no sabe si volverán a incluirla en el programa.

El autobús cobra vida y Jadidja vuelve a descubrir la ventanilla. Quiere ver a Laura y a Lorena una última vez. A pesar de que ya han recorrido varios metros y ellas ya se han convertido en un punto irreconocible en el horizonte, sigue atravesando el cristal con una mirada ausente. Ya nadie está al otro lado, ya nadie le saluda con la mano, pero Jadidja quiere permitirse este momento de melancolía, este momento en el que empieza a asumir que todo ha quedado atrás y encara un viaje de más de doce horas de camino a un hogar de adobe, una casa endeble en medio de un paisaje de arena sobre arena. Claro que quiere ver a su familia. Por supuesto que ha echado de menos a su madre y a sus hermanos, pero en O Salnés acaba de dejar una pequeña parte de sí misma.

“¿Cómo es que lloras? Nos volvemos a casa”, le recuerda Fátima entre risas, pero Jadidja no está para risas. Al menos, por unos minutos. Inmediatamente recupera la sonrisa jovial y la personalidad charlatana y empieza a compartir experiencias con sus amigas y el camino hasta el aeropuerto de Santiago se pasa volando. La presencia de los reporteros de Agareso les entretiene y da lugar a muchos comentarios. “¿Os venís al Sáhara? Jeje. ¿Vosotros sabéis cómo se vive alli?”, preguntan intrigadas.

En cuanto pone un pie fuera del autobús y forma fila con sus compañeros de viaje para encarar cinco horas de espera en una sala para poder salir de España, la melancolía vuelve a su rostro.
Risas con los compañeros, bromas sobre la nueva imagen que muestra con el sombrero de vaquera que le regalaron en su despedida y el descubrimiento de todas las novedades que cada uno de los 251 niños que le acompañan llevan al Sáhara separan este momento del próximo más emotivo del viaje: el momento en que el avión despega y empieza a sonar música española de su nuevo MP4, para recordar una vez más las noches de baile y diversión en las verbenas que tanto le llamaron la atención. Comparte sus canciones con sus amigas y una de ellas sorprende a los reporteros de Agareso con una melodía que les sorprende, emociona y quedará grabada en su mente para siempre. Se marcaría con acero en la cabeza de cualquier no musulmán. Es una versión cantada del Corán. “Te lo pongo para que te acostumbres, le escucharás mucho en los próximos días, vienes a los campamentos con el Ramadán”.

La tranquilidad se adueña de Jadidja el restod el viaje, hasta que a las cuatro de la madrugada se baja del autobús que le llevó desde el aeropuerto de Tindouf a la wilalla de El Aaiun, en la daira de Angala, y descubre unos rostros ocultos, pero, para ella, reconocibles en cualquier parte. Cubiertas de la cabeza a los pies, con sólo sus grandes ojos a la vista, comunes a toda la familia, su madre y sus hermanas le dan un fuerte abrazo. Después de varios minutos serpenteando entre casas de adobe y jaimas, en un paseo iluminado únicamente por una luna con un brillo imposible de encontrar en España y un cielo cargado de estrellas, una lágrima cobra vida por su rostro. Acaba de descubrir su jaima y, tumbados sobre mantas y alfombras, a sus parientes varones. El reloj marca las cuatro de la mañana y su abuelo espera con ansia la hora que le separa de la última comida que llenará su estómago antes de 15 horas de ayuno y rezo, pero todos sus pensamientos se borran por un momento de su mente. Recibe a Jadidja con un abrazo que casi la deja sin respiración. “Todo ha ido muy bien, abuelo, una vez más han sido como mi familia”, le explica mientras vuelven a su mente un remolino de recuerdos.

Tan sólo en este momento, con un muro de arena y mar separándola de los árboles que rodean su casa pontevedresa, y que no podrá ver en su campamento, Jadidja acaba de comprender el significado de una de las nuevas palabras que aprendió en Sanxenxo este verano: la morriña.

(En la fotografía de Pelu Vidal, despedida de los niños saharuis de sus familias de acogida en Galicia)