viernes, 19 de septiembre de 2008

Las chicas de Angala

“¿En España venden pastillas para engordar?”. Por supuesto, ella no formuló la pregunta, pero está muy atenta a la respuesta. Rodeada de sus hermanas y primas mayores, Fatma Sahara quiere conocer detalles sobre la vida de las mujeres españolas y sus trucos de belleza, pero ella nunca es la que hace el interrogatorio, se mantiene en la sombra y escucha concentrada. ¿Qué ocultan los movimientos silenciosos y la mirada silenciosa de esta joven que en unos días dejará la daira de Angala, en la wilaya de El Aáiun, para encerrarse en un internado en Argelia, terminar sus estudios secundariosa y, si tiene posibilidad, prepararse para trabajar de profesora? A sus 19 años, es uno de los pilares de la familia de Jadidja, su hermana más callada y silenciosa frente al alboroto del que hacen gala el resto de las chicas cuando tienen intimidad, y también la hermana más preocupada por que su madre y su abuela tengan las menores complicaciones posibles.

Como la mayor parte de las chicas de Angala, está interesada en saber si hay cremas para tener la piel más blanca y si las mujeres de otros países pueden tomar algún medicamento para tener una constitución más fuerte y evitar el vientre plano y los huesos de las caderas y las costillas marcados; quiere saber si existe una forma de cambiar ese cuerpo por el que tantas europeas suspiran y pasan hambre para acercarse a su canon de belleza: piel blanca, curvas y pelo liso y brillante.

Al igual que muchas de su vecinas, espera con ansia participar en una fiesta, como esas que organizan periódicamente en medio del desierto, cuando el sol baja su intensidad y chicos y chicas se juntan para comer y disfrutar, y ser una de las más guapas de la reunión. Eso sí, siempre pegada a la melfa que cubre su cuerpo y desdibuja su figura. Como otras chicas de su generación, no quiere tener un cuerpo que, bajo esta vestimenta tradicional, aparenta el de una niña de catorce años y da gran importancia a cada detalle de su apariencia. Aunque nadie pueda verlo, luce ropa interior de encaje y peina con delicadeza su pelo siempre resguardado de miradas ajenas. Estos detalles de la vida de Fatma solo salen a la luz cuando cierra las ventanas y la puerta de su casa y empiezan las confidencias con sus hermanas y primas. Con los cascos del MP4 en los oídos, retiran sus melfas, mueven con suavidad su cuerpo al ritmo de una canción de salsa, se peinan y maquillan; y llega el momento de reconocer muchas aspiraciones que no podrá cumplir por las limitaciones que le imponen unas costumbres que hacen que, al pie de la veintena, no pueda salir sola de su barrio, el número tres de Angala, porque se pierde entre las jaimas.

Conociendo estos obstáculos, Fatma, una mujer con un rostro del que emana el perfume del encanto, no saca a la luz sus anhelos fuera de esta intimidad. Una sonrisa cálida y el silencio por bandera son la máscara bajo la que oculta sus anhelos. La extrema atención que presta a las melodías del móvil o a los toques que le dan sus conocidos son un entretenimiento que le permite parecer lo suficientemente ausente para pasar desapercibida, pero no demasiado ocupada como para no enterarse, con esa expresión que anhela conocimiento, de todo aquello que no se atreve a preguntar.

Detrás de sus melfas, en la intimidad, Fatma y el resto de las chicas de Angala, a pesar de sus valores y convicciones, se entregan a las frivolidades del aspecto físico o la estética. Ambos aspectos no son incompatibles. Reconocer que le gusta gustar no implica que se olvide del profundo respeto a las tradiciones de su pueblo. Tan sólo es una muestra más de las contracciones que se adueñan de su mente cuando ve lógico dar un paso que en España tanto costó reconocer como positivo como el divorcio de un marido que te da una mala vida al tiempo que le hacen expresar que que no entiende cómo las mujeres europeas se sienten cómodas teniendo un hijo fuera del matrimonio.

Las chicas de Angala no se diferencian tanto como podría parecer de las españolas. También ellas son capaces de dar rienda suelta a sus risas cuando en pleno día disfrutan pintando con gena las manos de las mujeres de la familia y al caer la noche bromea con los amigos que le hacen una visita y preparan el té mientras charlan animadamente.

(Fotografia: Pelu Vidal)

1 comentario:

Atenea dijo...

Gracias por abordar más de una vez el tema de la realidad de las saharauis y no desde la óptica tradicional que únicamente destaca su labor como generadoras y preservadoras de la vida en los campamentos.

Saludos desde México,
Atenea