lunes, 15 de septiembre de 2008

Un desierto llamado hogar

Con 10 años uno empieza a encajar las cosas que suceden a su alrededor. Cuando ese uno es un niño saharaui, los interrogantes parecen no tener final. Salama, como buena parte de los que viven en el árido e inhóspito desierto del Sáhara, conoce también la riqueza, la comodidad y la abundancia que alegran la vista a la sociedad occidental.

Miles de niños cogen cada verano sus mochilas, se montan en el avión y toman tierra en otros puntos del globo más afortunadamente situados, si bien la mayoría se decanta por la península ibérica. También, quizás, porque aquí está la patria de su segunda lengua. Desde Asturias a Andalucía o Galicia, brazos abiertos les esperan para compartir con ellos un verano más fresco, lejos de los 50 grados del desierto al que regresan ya, a principios de septiembre.

Salama no se ajusta al prototipo de niño extrovertido, alegre y despreocupado que podría encajar con su edad. Sin embargo, y aunque su típico gesto serio no le abandona al volver a casa, está claro que es aquí donde reside su felicidad.

Nada enturbia la emoción de volver a pisar suelo africano y al pasar el Estrecho –al “cruzar el agua”, dicen ellos-, el alboroto revive un avión con 250 niños menores de 15 años, entre ellos, un Salama engominado con el corte de pelo más cool, rapado por los lados. Con deportivas de plataforma y cordones fosforitos, reloj digital, un teléfono móvil, visera nueva y vaqueros a la moda, enfila el camino a uno de los lugares más inclementes del globo: su casa.

Cuando en el aeropuerto de Tindouf (Argelia), 7 horas después de dejar Lavacolla, aparecen ya los camiones que han cambiado la función de carga por la de transporte público (muchos españoles), la madrugada se revuelve en fiesta. Los pequeños trepan por los laterales y se despiden agitando la mano de otros compañeros de viaje: 4 periodistas españoles que esperan, agotados, su transporte a ras del suelo. Ahora serán ellos los acogidos por dos familias saharauis.
Sin perderles de vista, Salama y Jadizja (los dos protagonistas de esta historia), guían a sus invitados hacia un autobús redecorado con la bandera del Sáhara Libre que conducirá al grupo a la wilaya de El Aaiún, a no más de una hora de camino.

En la última parada, y sin dejarse vencer por el sueño, Salama agarra su mochila y busca a su familia en la oscuridad de una noche sembrada de estrellas. Sin dejarse llevar en exceso por la emociones, el pequeño ‘hombre tranquilo’ abraza a su madre y ayuda con las maletas.

Primero, la familia

Al estilo de un patio andaluz, la casa de Salama luce dos árboles rodeados de fina arena y 5 puertas que conducen a cada una de las estancias construidas de forma independiente (cocina, aseo, salas-dormitorio). En ese patio rectangular al aire libre se encuentra, a las 6 de la mañana, a sus 3 hermanos dormidos, dos primas y la abuela, tendidos en el suelo sobre alfombras y bajo unas vistosas mantas. El techo de madera de la casa de Belén y Beni, sus padres de acogida en Sanxenxo, se queda atrás para recuperar todo el firmamento acurrucado en el regazo de su madre, Faloka.

A la mañana siguiente, cambia las deportivas psicodélicas por sus sandalias habituales y sale a jugar en bicicleta con sus hermanos y sus primos. Las jaymas de unos y otros lindan y la familia comparte casi el 100% de su tiempo en un trasiego de visitas que, fuera de las horas de ayuno, se endulzan con un delicioso té.

Las altas temperaturas y el Ramadán hacen a los niños los reyes del campamento durante la tarde, mientras los mayores descansan. Dentro de la jayma, y a falta de un sistema eléctrico que permita encender la televisión durante más de 5 minutos, los móviles, las cámaras fotográficas y los reproductores de música son los objetos más buscados.

Independiente y responsable, la ausencia temporal del padre parece hacer mella en el niño, pendiente de su familia y atento para ayudar sin que se lo pidan. Ejerce de anfitrión y vigila a sus hermanos, sin abusar de su autoridad y con paciencia, como hacía con Manuel, el hijo pequeño de Belén y Beni. Ni un empujón, ni un grito, Salama hace honor a su nombre: “tranquilo”.

Faloka reconoce que es muy callado, como ella, y pocas veces consigue que sonría, todo lo contrario que sus otros hijos, parlanchines y de risa fácil. Por eso es aún más especial cuando después de varios días de convivencia Salama, más relajado, se arranca a bailar y a cantar con gesto divertido y sin soltar el MP4.

Es el que menos está en casa y cuando está prefiere el segundo plano. Su carácter reservado permanece inalterable y, sin duda, él es quien marca los tiempos, no es de los que se deja llevar. No obstante, olvida su timidez cuando está ante el objetivo de una cámara. Es curioso ver cómo escoge el momento para lucirse: preparando el té, derrapando con su bici o caminando al estilo más rapero. Ahí sí le gusta saberse mirado, será el preludio de la adolescencia.

A la espera de volver a la escuela en un par de semanas, disfruta de sus vacaciones igual que cualquier niño de su edad. Aquí se siente libre y, ahora, contento de volver a casa, a donde regresa con el cariño y las vivencias de su familia de acogida en el bolsillo. De Galicia echa de menos algo más que los chapuzones en la playa, aunque esto no lo diga, y es que sus fotos de Sanxenxo pasan de mano en mano una y otra vez. Tanto que en 3 días ya están algo arrugadas.
En ese espacio compartido por niños y mayores que es la casa, la conversación se pierde por mil derroteros distintos. A última hora de la tarde, cuando se acaba el ayuno del Ramadán, las alfombras vuelven a tomar el patio y van llegando los parientes. Faloka se encarga de preparar el té y, ayudada por sus sobrinas, disponen dátiles con queso y una sopa a base de leche de cabra y harina. Junto a ella, la matriarca llama a los nietos para que se sienten y apoya su cuerpo en el hombro de su hijo mayor, un hombre cordial y divertido de unos 50 años.

El contacto físico y la charla constante, durante la que difícilmente pierden la sonrisa da fe de que, aquí, la familia es lo primero. La situación política del país, la represión que denuncian por parte de Marruecos y su futuro incierto emerge justo detrás, en un tono que revela una profunda tristeza ajena, en todo caso, a la resignación, la vergüenza o la venganza. Salama observa y escucha y, de vez en cuando, levanta la mirada. Los mayores hablan sin tapujos y los niños van haciendo suya, entre juego y juego, la impotencia de su pueblo. Folletos que hablan de muertes y tortura se mezclan con coches de Fórmula 1 y helicópteros de plástico. Así se forja el carácter de un refugiado saharaui.

Al atardecer, después de cenar, Salama deja a sus hermanos en casa, queda con un amigo y sale a dar un paseo por los alrededores. Sus ojos enormes guardan la luna y todas las estrellas que perdió el llamado Primer Mundo. La tragedia no estaba en el regreso.
(En la fotografía, Pelu Vidal capta al inquieto Salama contemplado a su pueblo desde la perspectiva del techo de una Jaima)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hay,hay,hay,qué bonita la crónica... y qué envidida lo que estáis viviendo. Un abrazo enorme. Susín, qué tal el trabajo?
Laura

Anónimo dijo...

Es increible el reverso de esta historia. No es lo mismo componer un crónica en el sur que leer a una colega de profesión en el norte. La perspectiva cambia y las sensaciones también. Pero, la intensidad no. Y, eso, solo es posible con un buen texto y una minuciosa fotografía ante unos expectantes ojos. Reafirmo mi admiración por un expedición de cuatro reporteros que han decidido abrigarse en el desierto de vocación. Juan de Sola

miguelnfoto@yahoo.es dijo...

realmente con tu cronica nos haces vivir al lado de la familia.nos falta unicamente el sonido ambiente,pues la foto de pelu,nos aporta,el lado mas poetico de sus vidas mas cercano a las estrellas que a la tierra.supongo que ese cielo es la prolongacion de su tierra ,su libertad.
gracias por hacernos comprender.